Quienes trabajamos en fotografía, hemos vivido de una manera u otra el significado total de la palabra soledad.
¿Fotografía y soledad?
Desde siempre, el proceso fotográfico ha sido una tarea unipersonal, interior, íntima y única. Un proceso de soledad total, donde nos encontramos con nosotros mismos y con nuestra propia concepción de ideas, conceptos, ángulos y objetivos. Un proceso único e irrepetible, donde la responsabilidad de dar a luz una nueva fotografía recae solamente en nosotros como padres de la misma. Es un embarazo de una sola persona, donde ella misma engendra y procrea. Es un parto de una sola persona, donde parimos y hacemos de parteros. En este proceso, siempre estamos solos.
Cada uno de nosotros experimenta la soledad de diferentes modos, formas y maneras, ya que como dicen popularmente, “cada cabeza es un mundo”. Cuando tomamos nuestra cámara fotográfica, decididos a retratar la vida misma, inicia un proceso creativo al interior de nuestro propio mundo, donde los demás no tienen (ni tendrán) cabida. Es nuestra soledad. Propia. Única.
Pero esa soledad no es mala compañía. Además de ser necesaria, esa soledad hace las veces de útero fértil para la concepción de nuestras ideas. Para un fotógrafo, no existe mayor placer que estar en su mundo, pensando cómo será su próximo disparo, esperando con paciencia y parsimonia el instante correcto, la luz perfecta, el objeto de sus amores y el encuadre óptimo a través de visor de su cámara. En su mundo no hay tiempo, únicamente luz y sombras. A cada instante encuentra un amor perfecto y al minuto siguiente lo olvida porque se ha enamorado de otro objeto del deseo.
Rompiendo la soledad.
Como lo decía en un post anterior, “La fotografía del corazón“, esa soledad de la fotografía se ve reflejada en horas de estudio, años de calle afinando el ojo para tener una voz única, años en el laboratorio experimentando nuevas técnicas y toda la vida en una introspección propia de quienes solamente entienden ese silencio interior.
Pero llega la hora de romper con esa soledad. Después de concebir un concepto, de parir una idea, de ser padre de esa fotografía, llega el momento de presentarla en sociedad. La soledad se rompe. Presentas a tus hijas ante el público. La expones a la mirada escrutadora de miles de extraños que sin piedad las destrozaran con los conceptos y preceptos creados en sus propios mundos. En sus propias cabezas. Tus hijas dejan de ser tuyas para ser del mundo; de un universo variopinto que las amará por su belleza, delicadeza y perfección, o las odiará casi que por las mismas razones.
Por eso prefiero la soledad de mi mundo, donde mis hijas serán mías y de nadie más. Esa soledad que me ha permitido entrar en un Silencio Interior como los retratos de Henri Cartier-Bresson. Esa soledad, que me ha acompañado desde siempre, me ha permitido crear, visualizar, componer y descomponer, amar o mandar a la mierda todo lo creado. Esa soledad me ha dado el impulso del hacer. Esa soledad me ha dado la fuerza necesaria para fotografiar mi mundo. Y como en un acto de locura e incongruencia conmigo mismo, esa soledad me ha impulsado a presentar a mis hijas ante la sociedad, bajo mi propia responsabilidad por el desenlace.